Recuerdo mi primer día de colegio, en mi pueblo, a mis cuatro años, no lloraba pero tenía miedo. A mi lado había niños y niñas de mi edad, algunos si lloraban, mucho, algo dentro de nuestros pequeños cuerpos nos decía que era el comienzo de algo grande, pero, avancemos 18 años hacia delante sin movernos de ese mismo lugar...
Recuerdo mi primer día de colegio, esta vez como maestro, como maestro de música. No lloraba pero tenía miedo porque despues de tres años de carrera oyendo hablar sobre niños, a veces incluso olvidando que lo habíamos sido, iba a tenerlos delante. Cientos de esos seres diminutos me iban a acompañar durante muchos y muchos días, y de paso, iba a descubrir si de alguna manera lo que había decidido estudiar durante un trienio aproximadamente... me gustaba.
Esa mañana hacía frio, estabamos en marzo, el año pasado, y en cuanto pasé aquella cancela verde mi mente automáticamente empezó a ser bombardeada por un montón de recuerdos que casi revivían en cada esquina, todo lugar tenía su recuerdo concreto, al fin y al cabo, había pasado casi todas las mañanas de mi infancia y algunas tardes en ese lugar. El reencuentro con mi colegio estuvo repleto de emociones tan intensas como agradables, siendo inevitable que vinieran acompañadas de un sentimiento de nostalgia de esos en los que dan ganas de encontrarse solo para tirarse a llorar en el suelo como un cabrón.
Continuo...pasé aquella cancela verde, bajé esa cuesta, torcí a la izquierda, entré por el portón principal y me encontré de bruces con un circulo de maestros y maestras hablando de no recuerdo que, esperando a que sonara el timbre para dirigirse cada uno de ellos a su respectiva clase y dar así comienzo a una nueva jornada escolar. Me vieron y me saludaron todos, pues entre ellos estaba mi padre, también maestro del colegio, y ya los había informado de mi llegada, por lo que sabían perfectamente que yo era el nuevo maestro en prácticas. Di apretones de manos, besos, y conocí a mi tutora, una chica agradable, tímida y joven. Hablamos unos segundos y seguidamente me indicó que la siguiera hasta el aula. Entré y me encontré con unos veinte niños sentados en mesas separadas que en cuestión de centésimas de segundo giraron sus cabezas hacia donde nos encontrabamos y clavaron en mí sus curiosas miradas sin parpadear para posteriormente analizarme visualmente de arriba a abajo. Antes de que les diera tiempo a hacerme cualquier tipo de pregunta, la tutora dijo: "Es Jose y va a ser vuestro maestro de música". Todos me saludaron sorprendidos y con esa explosiva alegría que en los niños provoca la novedad. Despues de esto me dijeron sus nombres de uno en uno y luego repetimos el mismo proceso por todas las aulas del colegio (diez en total).
Llegó la hora del recreo...algunos se acercaban a mi y me preguntaban, otros se limitaban a observarme desde lejos o a hablar entre ellos mirándome de reojo. Despues de dar un paseo corto por el patio conocí a Julia, tenía 9 años, se acercó y despues de contarme una anécdota graciosa que le ocurrió me invitó a ir con ella y otros compañeros de clase a construir una ciudad en la arena. Sin pensarmelo, acepté y allí me encontraba al momento, de rodillas y poniendome perdido de barro por todos lados , cuando surgió una conversación más o menos así:
Julia: El maestro Jose nos va a ayudar a construir la ciudad.
Antonio: ¡Bien!
Angela: Yo estoy haciendo las casas, ¿Me ayudas?
Yo: Si, pero... ¿Para quién estais construyendo esta ciudad?
Julia: mmm pues no lo se.
Yo: ¡No me digais que aquí no vive nadie todavía!
Angela: mmm no.
Yo: Vale, pues yo quiero que me hagais una casa, pero muy pequeña, así de pequeña
(Hice una especie de cubo en la arena, todos lo miraron y empezaron a reirse)
Julia: Pero profeeee, si tu ahí no cabees, eres muy grande.
Yo: ¿Y si me tomo la poción de los duendes?
Lucía: ¿Qué duendes?
Yo: Los duendes que pasean por el patio del cole de noche buscando lugares donde quedarse a dormir.
Angela: ¿¿Sí?? ¡¡Qué bien!! Entonces a partir de ahora esta ciudad será para los duendes del patio.
Al día siguiente en el recreo se había duplicado el número de niños y niñas que se unían al gran proyecto, a la construcción de una ciudad de arena en la que los duendes vivían cuando caía la noche, una ciudad a la que acabó no faltandole de nada: Un colegio, una plaza, jardines,una discoteca, un pantano, y hasta un cementerio. Todo esto crecía entre conversaciones en las que me preguntaban sobre la vida de los ya tan famosos habitantes de su ciudad. Unos pequeños seres del tamaño de una hormiga, con orejas puntiagudas y vida sencilla, con expresión sonriente y con idioma propio. Seres que envejecían cuando se enfadaban y por eso no querían enfadarse nunca y que dedicaban parte de su tiempo a colorear las flores con sus pinceles mágicos.
Esta fue mi primera sumersión en el mundo de los pequeños, un encuentro que dio paso a un cambio dentro de mí. Empecé a sentirme realmente bien, mis mañanas eran horas en las que todo lo que existia fuera del colegio desaparecía hasta que llegaban las 14:oo h y sonaba el timbre. Empecé a aprender cosas que necesitaba y no lo sabía, y también empecé a enseñar, a darles todo lo que me parecía bonito, que al fin y al cabo era lo que ellos siempre querían darme a mi. Todos los días ocurría algo por lo que merecía la pena sonreir y extraña era la mañana en la que un pequeño no llegaba para darme un dibujo, una escultura de barro, una carta o una flor, haciendome de paso sentirme especial como pocas veces lo había sentido.
...y ladies and gentlemen, aquí lo dejo por hoy, pues el sueño empieza a ganar la batalla.
Iré poco a poco contando más de aquellos enormes momentos, desde el día que entré aquella mañana como individuo tembloroso e inseguro, hasta el último día de Junio en que llegaron las dos de la tarde y me fui con los ojos empañados y el alma por el suelo despues de despedirme de tantísimos pequeños grandes amigos y amigas a la vez.
Por lo pronto dejo esta carta que Ángela (de 7 años) metió en mi bolsillo una mañana sin que me diera cuenta y descubrí esa noche justo antes de acostarme.